martes, 10 de abril de 2012

El final caliente de la guerra fría

En noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín. Fué es uno de los hitos políticos del siglo XX. Muchos europeos cogían trozos del muro como una reliquia simbólica. Consideraron que se terminaba la llamada guerra fría que se había desarrollado con posterioridad a la segunda guerra mundial.
Pero, la llamada guerra fría era más que aquello que reflejaban las películas norteamericanas, donde los yanquis eran los guapos, listos y buenos y los rusos, feos y torpes que se pasaban todo el día bebiendo wodka. El escenario de casi todas las batallas cinematográficas era Europa. Los guiones mostraban una manera simplista y cómica de representar el enfrentamiento entre dos visiones del desarrollo de los pueblos y del control del poder. Desde un juicio más político, pero no menos simplista, se presentaba la lucha entre el capitalismo y el comunismo. Desde la concepción de Europa como centro del mundo, se pensaba que el desarrollo de los diferentes países pasaba por la influencia de estas dos potencias que, supuestamente, se tenían repartido el planeta. Desde esta perspectiva se justifica la sorpresa por la aparición e influencia de países como China o la situación económica de países de la zona del sudoeste asiático o la emergencia de Brasil en el panorama mundial.
Eran numerosos los ciudadanos europeos, más cerca de la política norteamericana, que pensaron que el final de esa guerra traería el bienestar y la tranquilidad a Europa, y la consolidación de su dominio sobre el mundo. Y que todos los países mejorarían su situación, tras la caída del telón de acero. La historia de estos 20 años nos muestra guerras y destrucción en una parte de Europa, que contradicen esa esperanza simplista.
Pero, también muestra una crisis económica brutal en Europa, que tiene que asumir un recorte tremendo en los beneficios sociales y derechos laborales conseguidos con muchos años de lucha por parte de los ciudadanos.
En mi opinión, esta situación podría estar ligada a cómo los vencedores de la guerra fría han sabido administrar su victoria que suponía la ruptura de un cierto equilibrio en el mundo. La situación de crisis actual puede tener diferentes motivos, pero una de sus consecuencias más evidente es la aplicación, en su máximo exponente, del capitalismo sin control político. La fuerza del poder económico con capacidad de decidir por encima del poder político y de las naciones y, en la actualidad, por encima de los órganos de la Unión Europea, es indudable. El capitalismo salvaje, sin contrafuertes, ha propiciado la especulación más despiadada y concentración de poder económico como nunca se había visto con anterioridad. Su afán especulativo promovió campañas de consumo irracional, sumiendo a la sociedad en una dinámica autodestructiva mientras el capital se concentraba en un núcleo cada vez más reducido.
Actualmente, el llamado ‘poder de los mercados’ se sitúa por encima de los países imponiendo una política económica favorecedora de sus intereses y designando los dirigentes nacionales que tiene que llevarlas a cabo, como en los casos de Grecia e Italia.
Es decir, el destino de algunos países está en manos de unos especuladores, medios clandestinos, que no dejan de tener beneficios continuos a partir de clasificaciones económicas que ellos mismo determinan. Su afán acumulativo no tiene freno y no se sentirán saciados porque el sentido de su existencia es la misma acumulación de capital. Y ya se sabe si uno acumula, otros dejan de tener.
La caída del Muro de Berlín mostró el fracaso de los regímenes que se situaban tras el telón de acero, que fueron desmoronándose paulatinamente y convirtiéndose, al menos formalmente, en países democráticos. Fué el fracaso de un sistema de organización de la sociedad. Pero, la situación de debilidad en la que se encuentra Europa ha mostrado el fracaso de esa otra visión del mundo que permite el gobierno de los mercados por encima de las representaciones de los ciudadanos y que desprecia la política como forma de regular el desarrollo de los países.
Nos encontramos en un nuevo marco internacional. Nos hemos dado cuenta que Europa no es el ombligo del mundo, y que tiene dificultades para decidir sobre su propio destino. Y que por encima de lo que decidamos existe una cosa que llaman ‘los mercados’ que nos exige cada vez más sacrificios para satisfacer su ansia de capital.
No va a ser fácil salir de la situación, porque las fuerzas políticas tradicionales asumen a necesidad de satisfacer a estos señores clandestinos y no se plantean otras políticas alternativas. El problema no es pagar la deuda, porque cuando tengamos el dinero de lo que nos piden ahora, este será insuficiente para ese momento y nos exigirán más dinero y más sacrificios. Al amparo de que no debemos gastar más de lo que tenemos y de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades (unos más que otros y no todos) existen una serie de organismos internacionales que aumentan sus beneficios a nuestra costa.
Quisiera terminar con tres apuntes. En primer lugar, señalar que puesto este es un problema, fundamentalmente, europeo tienen que ser sus instituciones las que marquen el camino para romper con esta situación. En segundo lugar, que la situación vivida en estos últimos años en Grecia, Italia, Portugal o España muestra que las medidas señaladas no dan salida a la crisis. Estas dan satisfacción a ‘los mercados’ pero no a la mayoría de la población.
Y, tercero, si lo que se desea es el beneficio de la sociedad en su conjunto, el desarrollo equilibrado de los países y de las personas que en ello habitamos, es necesario marcar otra política que rompa la especulación, exija que la riqueza y los sacrificios se reequilibren.

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